martes, 16 de octubre de 2012

Merino: la buena política



En una entrevista aparecida en La Nación del pasado 16 de setiembre, José Merino decía lo siguiente: “…se ha reducido muchísimo el espacio de la política que yo considero buena y ese proceso continua”. Su reciente fallecimiento, lamentablemente, se inscribe dentro de esa reducción, porque, sin duda alguna, Merino era uno de los pocos representantes de la “buena política” que quedan en el país.

Para recalcar este hecho, su fallecimiento ocurre sobre el telón de fondo de múltiples denuncias sobre corrupción en diferentes niveles de la administración pública, que apuntan directamente hacia muchos de los personajes masculinos y femeninos de la política nacional, y a los partidos a los que pertenecen.

La buena política, si nos atenemos a la trayectoria de Merino, sería aquella que se practica como ejercicio responsable de participación en la toma decisiones de política pública, que responde a fines no egoístas. Es decir, que se realiza pensando en favorecer a colectividades extendidas de personas dentro del territorio nacional, teniendo presente que no existe algo así como el denominado “bien común”, sino, irremediablemente, intereses en conflicto que muchas veces no pueden conciliarse.

Un ejercicio que se realiza de cara a la ciudadanía, que huye de las componendas, que no rehúye el debate abierto y la confrontación, pero que tampoco excluye la búsqueda del consenso y las alianzas, si favorecen la aprobación de medidas que empujen la transformación social. En fin, una acción política que se hace con norte claro, que no se oculta ni se disfraza, aceptando los costos que implica el sostener posiciones y ser consecuente con lo que se predica.

No es el tipo de política que prevalece en nuestro medio hoy en día. Porque lo que predomina es la otra, la política mala, mediante la cual se busca el ejercicio del poder con un norte donde campean ocultos los fines personalistas o de limitados grupos de interés, donde señorean los arreglos por debajo, los favores económicos, las zancadillas y el discurso vacío, todo en nombre de un “pueblo” borroso, que para los fines de la acción política importa poco, salvo como clientelas a las que hay que sostener para que les favorezcan con sus votos cada cuatro años.

Merino se movió dentro de la buena política, y, como se acostumbra a decir, se compró el pleito y fue consecuente con sus ideales a lo largo de su vida. Su voz muchas veces clamaba en el desierto, pero no por ello desfallecía. Era una voz que intentaba dinamizar el escaso debate político nacional; una voz que había que escuchar, independientemente de las posiciones políticas en que uno se situara.

Ha caído. Es otro árbol que desaparece en la línea del horizonte, aumentando la desolación del arrasado campo de la política nacional. Pero hay que seguir adelante, porque, como bien decía Emilia Prieto en un artículo de 1946, “Ser apolítico es como ser nonato, difunto u orate” (citada por Ruth Cubillo P., 2005).

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