Con base en las tendencias observadas desde principios de siglo, se podía prever que quien resultare ganador en las elecciones de 2014 no obtuviera mayoría parlamentaria, como en otras épocas, teniéndose que conformar con una primera minoría. No ocurrió así. En primer lugar, no hubo candidato ganador en la primera ronda. Al que quedó de segundo y que posteriormente se retiró, el electorado le otorgó 18 diputados, mientras que al que había logrado el primer lugar, y que la postre fue el ganador indiscutido, le concedió 13. El resto ya sabemos cómo se distribuyó en 7 partidos más.
En segundo lugar, el 6 de abril el grueso del electorado se volcó en las urnas a favor de Luis Guillermo Solís, dándole un extraordinario voto de confianza, que contrastaba con la relativamente magra cosecha parlamentaria. Es decir, que los resultados de las elecciones de este año agregaron nuevos ingredientes a la ya de por sí compleja situación política y social del país, porque establecieron una distribución de fuerzas en los poderes ejecutivo y legislativo desequilibrada y contradictoria. Pero así suele suceder en las democracias.
El hecho es que emergió una realidad política que es reflejo de cambios más profundos, cuyos síntomas se han venido observando a lo largo de los últimos catorce años; cambios que obligan a una búsqueda ardua de acuerdos entre partidos y con la sociedad civil. Una tarea difícil por varias razones. Menciono solamente dos: primero, la mayoría de políticos y partidos sigue procediendo como si nada hubiera cambiado; sigue sin enchufarse con las nuevas circunstancias del país y no parece sentirse obligada a repensar los planteamientos y la acción política. Es decir, que el vino nuevo quieren verterlo en odres viejos, que, como lo advierte la parábola bíblica, terminarán resquebrajándose.
Un segundo elemento: los partidos ya no pueden reclamar el monopolio en el ejercicio de la representación política. Hay otras instancias a través de las cuales la ciudadanía también ejercita la representación, sobre todo en ámbitos en los que los partidos han quedado fuera, como casi la mayoría de temas relativos a los derechos humanos. No se debe olvidar, como nos lo recuerda la nueva encuesta de CID-Gallup, que la mayoría ciudadana indica no tener preferencias partidarias definidas. El partido de los “sin partido” sigue siendo el más grande.
Ese es el telón de fondo sobre el cual hay que localizar el intento de diálogo político que ha propuesto el presidente Solís. Con un ingrediente adicional: la mayoría de los partidos de oposición carece de perspectivas definidas sobre el rumbo que el país debe tomar. Acusan al gobierno de no tenerlas, pero ocultan la realidad: tampoco ellos las tienen. Así que el gobierno no puede esperar grandes iniciativas por ese lado. Tiene que tomar el timón para evitar que el intento de diálogo político se convierta en un estrepitoso fracaso. Y el tiempo marcha en su contra.
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