En una Asamblea Legislativa conformada por nueve fracciones, cuatro de ellas con importante peso numérico, es imposible organizar el trabajo legislativo con una visión anclada en el bipartidismo de antaño.
La construcción de acuerdos para aprobar legislación que interesa al gobierno y a los partidos políticos, no debería obedecer a necesidades coyunturales, sino a perspectivas más amplias basadas en las definiciones partidarias sobre los problemas y retos que enfrenta el país. Aquí, sin embargo, nos encontramos con una primera dificultad: la mayoría de los partidos no dispone de esos conjuntos de definiciones. Es decir, de plataformas programáticas estables que respalden la acción política a lo largo del tiempo.
Administraciones de un mismo partido pueden tener diferencias notables en planteamientos de política pública, y los programas de gobierno que se presentan cada cuatro años, en épocas electorales, muchas veces no pasan de ser simples ocurrencias destinadas a cumplir con el ritual que exige el TSE, que se tiran al cajón de la basura pasadas las elecciones. No hay por tanto bases sólidas sobre las cuales negociar.
Una segunda dificultad: el sistema multipartidista hacia el que nos hemos ido moviendo se mira como un problema que debería ser eliminado y no como una oportunidad para dar un salto cualitativo hacia una nueva forma de construir acuerdos y, en general, de conducir los asuntos públicos. La nostalgia que algunos sienten por el paraíso perdido del bipartidismo debe ser superado y el multipartidismo debe dejar de ser visto como un obstáculo para alcanzar un nivel aceptable de gobernabilidad. El pluralismo político vino para quedarse y hay que aprender a vivir con él.
Eso significa que se debe abandonar la costumbre de construir mayorías legislativas mediante la compra de votos a pequeños partidos necesitados de responder a las demandas de sus clientelas políticas. La fortaleza de un gobierno en las actuales condiciones del país solamente puede basarse en acuerdos de largo aliento alcanzados con base en propuestas concretas de política pública, con partidos que actúen en forma transparente.
Una tercera dificultad: la integración de la Asamblea Legislativa. Los mecanismos usados por los partidos para la selección de sus candidatos a diputados favorecen los regionalismos. Estamos en el peor de los mundos: las diputadas y los diputados no solamente han perdido representatividad, sino que llegan a la Asamblea sin una visión nacional de los problemas. Lo local se coloca por encima de lo nacional, como lo muestra la formación de fracciones caribeñas, norteñas, etc.
Urge por tanto una reforma para poder elegir, a la par de diputados que representen localidades concretas, otro grupo de similar tamaño, no comprometido con lo local sino con lo nacional. La introducción de listas nacionales de candidatos es tan necesaria como la reforma del reglamento interno de la Asamblea.
La construcción de acuerdos para aprobar legislación que interesa al gobierno y a los partidos políticos, no debería obedecer a necesidades coyunturales, sino a perspectivas más amplias basadas en las definiciones partidarias sobre los problemas y retos que enfrenta el país. Aquí, sin embargo, nos encontramos con una primera dificultad: la mayoría de los partidos no dispone de esos conjuntos de definiciones. Es decir, de plataformas programáticas estables que respalden la acción política a lo largo del tiempo.
Administraciones de un mismo partido pueden tener diferencias notables en planteamientos de política pública, y los programas de gobierno que se presentan cada cuatro años, en épocas electorales, muchas veces no pasan de ser simples ocurrencias destinadas a cumplir con el ritual que exige el TSE, que se tiran al cajón de la basura pasadas las elecciones. No hay por tanto bases sólidas sobre las cuales negociar.
Una segunda dificultad: el sistema multipartidista hacia el que nos hemos ido moviendo se mira como un problema que debería ser eliminado y no como una oportunidad para dar un salto cualitativo hacia una nueva forma de construir acuerdos y, en general, de conducir los asuntos públicos. La nostalgia que algunos sienten por el paraíso perdido del bipartidismo debe ser superado y el multipartidismo debe dejar de ser visto como un obstáculo para alcanzar un nivel aceptable de gobernabilidad. El pluralismo político vino para quedarse y hay que aprender a vivir con él.
Eso significa que se debe abandonar la costumbre de construir mayorías legislativas mediante la compra de votos a pequeños partidos necesitados de responder a las demandas de sus clientelas políticas. La fortaleza de un gobierno en las actuales condiciones del país solamente puede basarse en acuerdos de largo aliento alcanzados con base en propuestas concretas de política pública, con partidos que actúen en forma transparente.
Una tercera dificultad: la integración de la Asamblea Legislativa. Los mecanismos usados por los partidos para la selección de sus candidatos a diputados favorecen los regionalismos. Estamos en el peor de los mundos: las diputadas y los diputados no solamente han perdido representatividad, sino que llegan a la Asamblea sin una visión nacional de los problemas. Lo local se coloca por encima de lo nacional, como lo muestra la formación de fracciones caribeñas, norteñas, etc.
Urge por tanto una reforma para poder elegir, a la par de diputados que representen localidades concretas, otro grupo de similar tamaño, no comprometido con lo local sino con lo nacional. La introducción de listas nacionales de candidatos es tan necesaria como la reforma del reglamento interno de la Asamblea.
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