“Bajen las banderas, bajen las banderas aunque sea para
verles”, pedía un conocido político de la época, entre condescendiente y fastidiado,
a la muchedumbre que las hacía ondear frenéticamente al pie de la tribuna donde
iba a pronunciar uno de los tantos discursos de plaza pública de la campaña
electoral de 1970.
Cuarenta y pico años después ningún candidato tiene que
hacer ese pedido, porque ya no se reúnen fácilmente muchedumbres como las de
antaño y porque si se logran reunir unos pocos cientos de partidarios ya no hay
mares de banderas que ondean, ahí y en los techos de las casas. Uno de los muchos cambios que se han venido
produciendo a lo largo de las últimas cuatro o cinco campañas electorales,
hasta llegar a la actual, que algunos califican como “fría”.
En los análisis de quienes así lo hacen se siente un fuerte tufo
a nostalgia por una época ida. Se añora
la algarabía, los pitos de los autos, las banderas, el griterío de las gentes y
hasta los garrotazos que se propinaban las fuerzas de choque de uno y otro
partido, a veces con el resultado de algunos lesionados de gravedad. En fin el carnaval tico que se celebraba cada
cuatro años y que era mostrado ante el mundo como la expresión máxima del
fervor democrático. Todo eso quedó
atrás.
Era cuando íbamos a votar sin mayor conciencia sobre lo que
hacíamos, sin interrogarnos mucho sobre el partido y el candidato, guiados por las
tradiciones familiares que dividían al mundo de una manera muy simple: los buenos, entre los que nos contábamos, y
los malos que se situaban al frente. Hasta
que empezamos a darnos cuenta que no todos los buenos estaban en este lado y no
todos los malos en el otro.
Fue cuando los dos partidos que dominaban la escena política
nacional comenzaron a parecerse demasiado, ambos empujando en la dirección del mercado
y en el reemplazo a troche y moche de la acción estatal por la iniciativa
privada. Fue cuando abandonaron los
ideales de la solidaridad social y se llenaron de trepadores y de ambiciosos
sin escrúpulos, que coparon los cargos de elección popular; fue cuando la
política se convirtió en un negocio y la corrupción alcanzó niveles hasta
entonces desconocidos.
Todo eso se ha acentuado en los últimos años, con un
resultado que me parece positivo. El
grueso electorado ya no se mueve tan fácilmente como antes; prefiere mantenerse
a la expectativa, observando con atención lo que dicen y hacen los candidatos,
sin dar indicios claros de sus preferencias.
Si los estrategas de campaña piensan que los van a mover con base en
novedosos cortos de televisión, pueden llevarse un chasco el 2 de febrero
próximo. Porque seguramente buena parte
de esa masa de indecisos decidirá votar a última hora. ¿Por quién lo hará?
No añoro la vieja política; disfruto mucho de lo que está
pasando.
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