martes, 11 de junio de 2013

La representación pervertida



Formalmente diputadas y diputados son los representantes del pueblo que los eligió. Ese debería ser, entonces, el norte para su comportamiento en la Asamblea Legislativa. Pero la realidad es otra. Porque si bien es cierto que hay personas en esos cargos que tratan de comportarse como verdaderos representantes, la mayoría no lo hace.

¿Por ignorancia, tontería o beneficio personal y político? Seguramente hay mucho de ello. Para nadie es un secreto que la calidad de nuestro parlamento ha venido en picada. Pero no se trata solamente de un asunto personal, de mayor o menor congruencia política, o de mejor selección de las personas que van ser electas. Hay que introducir también en la discusión otros factores que favorecen una representación ficticia como la que tenemos.

Lo que ocurre es que en realidad no elegimos representantes sino grupos partidarios o fracciones, con base en las listas bloqueadas y cerradas que nos presentan los partidos cada cuatro años. Votamos, en teoría, no por representantes sino por partidos con candidaturas, propuestas y programas con los cuales nos identificamos. Por tanto, ayudamos a integrar fracciones que, en el gobierno o en la oposición, se supone que van a procurar cumplir con lo prometido en las campañas electorales. Como sabemos, esta suposición casi siempre termina siendo falsa.

El compromiso de diputadas y diputados no es con sus electores, sino con sus partidos y, sobre todo, con quienes se postulan para ocupar la presidencia de la República, a quien deben, en la gran mayoría de los casos, su nombramiento. En esas condiciones, las mujeres y los hombres que integran la fracción parlamentaria de un partido ganador en las elecciones terminan siendo compañeros de viaje del gobernante o gobernanta de turno. Los electores, los supuestos representados, no pinchan ni cortan nada, salvo que se movilicen y hagan valer sus demandas, a través de grupos de presión o en las calles. Cuentan como votantes, pero no mucho como ciudadanos y ciudadanas.

Esa es la cruda realidad, aquí y en la mayoría de los países democráticos. Por eso es que los parlamentos están en crisis. Han dejado de lado la conexión con las gentes, que cada vez más les miran como instituciones que corresponden a otra época del desarrollo político de las sociedades, y no a esta era de la información.

La situación es más complicada en nuestro medio, porque casi no tenemos partidos políticos con vida más allá de las elecciones. Sus únicas actividades reales son la conformación y renovación de la estructura electoral, para responder a las exigencias de leyes y códigos, razón por la cual solamente se acercan a ellos las personas interesadas en ocupar un determinado cargo en el plano nacional o en el local. No hay tiempo ni gusto por la discusión de ideas y el desarrollo de planteamientos programáticos.

¿Qué sentido tiene entonces la representación?

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