Formalmente diputadas y diputados son los representantes del pueblo que
los eligió. Ese debería ser, entonces, el norte para su comportamiento en la
Asamblea Legislativa. Pero la realidad es otra. Porque si bien es cierto que
hay personas en esos cargos que tratan de comportarse como verdaderos
representantes, la mayoría no lo hace.
¿Por ignorancia, tontería o beneficio personal y político? Seguramente
hay mucho de ello. Para nadie es un secreto que la calidad de nuestro
parlamento ha venido en picada. Pero no se trata solamente de un asunto
personal, de mayor o menor congruencia política, o de mejor selección de las
personas que van ser electas. Hay que introducir también en la discusión otros
factores que favorecen una representación ficticia como la que tenemos.
Lo que ocurre es que en realidad no elegimos representantes sino grupos
partidarios o fracciones, con base en las listas bloqueadas y cerradas que nos
presentan los partidos cada cuatro años. Votamos, en teoría, no por
representantes sino por partidos con candidaturas, propuestas y programas con
los cuales nos identificamos. Por tanto, ayudamos a integrar fracciones que, en
el gobierno o en la oposición, se supone que van a procurar cumplir con lo
prometido en las campañas electorales. Como sabemos, esta suposición casi
siempre termina siendo falsa.
El compromiso de diputadas y diputados no es con sus electores, sino con
sus partidos y, sobre todo, con quienes se postulan para ocupar la presidencia
de la República, a quien deben, en la gran mayoría de los casos, su
nombramiento. En esas condiciones, las mujeres y los hombres que integran la
fracción parlamentaria de un partido ganador en las elecciones terminan siendo
compañeros de viaje del gobernante o gobernanta de turno. Los electores, los
supuestos representados, no pinchan ni cortan nada, salvo que se movilicen y
hagan valer sus demandas, a través de grupos de presión o en las calles.
Cuentan como votantes, pero no mucho como ciudadanos y ciudadanas.
Esa es la cruda realidad, aquí y en la mayoría de los países
democráticos. Por eso es que los parlamentos están en crisis. Han dejado de
lado la conexión con las gentes, que cada vez más les miran como instituciones
que corresponden a otra época del desarrollo político de las sociedades, y no a
esta era de la información.
La situación es más complicada en nuestro medio, porque casi no tenemos
partidos políticos con vida más allá de las elecciones. Sus únicas actividades
reales son la conformación y renovación de la estructura electoral, para
responder a las exigencias de leyes y códigos, razón por la cual solamente se
acercan a ellos las personas interesadas en ocupar un determinado cargo en el
plano nacional o en el local. No hay tiempo ni gusto por la discusión de ideas
y el desarrollo de planteamientos programáticos.
¿Qué sentido tiene entonces la representación?
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