No sé si hubo un tiempo en que los partidos políticos “pensaron”. Es decir, si hubo una época en la cual la discusión interna se realizaba no solo en torno a candidaturas, sino también alrededor de posiciones sobre el papel del estado, sus instituciones y sus relaciones con la sociedad. Si la hubo, hace rato que quedó atrás.
Congresos ideológicos y otras actividades similares siguieron realizándose casi ritualmente, pero el hecho es que a partir de los años ochenta entramos en una era en la que se establecieron límites bastante rígidos para la acción de los gobiernos, debido a los acuerdos que se firmaron con organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Agencia para el Desarrollo Internacional. Las recetas del llamado “consenso de Washington” nos obligaron a hacer cambios y desarrollar políticas restrictivas que transformaron el perfil del país, dando origen a muchas de las contradicciones que padecemos.
La globalización 1.0, como la califican en un libro reciente dos autores estadounidenses, Berggruen y Gardels, terminó de configurar el escenario internacional, y el país tuvo que adaptarse a las nuevas condiciones, TLC incluido, en un proceso en el que hubo ganadores y muchos perdedores. Pensar independientemente se volvió subversivo o inútil, porque la ruta estaba trazada. Los esfuerzos por desarrollar planteamientos y congresos ideológicos fueron abandonados, y los famosos planes de gobierno elaborados para las campañas electorales se convirtieron, como se dice coloquialmente, en “saludos a la bandera”. Es decir, en actos desprovistos de utilidad práctica.
Pero ahora estamos en la globalización 2.0, como la llaman los autores mencionados, donde la crisis y la presencia de otros países poderosos económicamente hacen contrapeso a los Estados Unidos. Hay más espacio para las decisiones de política interna, pero los partidos siguen sin pensar. Es así como ciudadanos con filiaciones políticas diversas o sin ellas se han dado a la tarea de elaborar informes y propuestas sobre políticas públicas y reformas al gobierno central y al resto de las instituciones públicas, incluyendo la Asamblea Legislativa y el Poder Judicial.
Está bien que la Asamblea gaste tiempo en discutir el informe de la Comisión Presidencial sobre Gobernabilidad Democrática, pero ¿no debería realizarse una discusión más amplia sobre el conjunto de propuestas hechas en los últimos meses, fuera de los límites de ese cuerpo, entre grupos proponentes, partidos y algunas otras instancias de la sociedad civil? ¿Una discusión que permitiera llegar a unos acuerdos mínimos de reforma, que pudieran ser ejecutados en este año o a inicios del próximo gobierno, independientemente de quién sea el ganador?
Un nuevo intento de concertación, solo que esta vez se dispone de documentos base para una discusión sistemática, y la presión ciudadana para llegar a acuerdos es manifiesta.
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