Un sentimiento de
frustración recorre la nacionalidad. Frustración por la incapacidad
gubernamental para tomar decisiones y ejecutarlas, por el despilfarro de la
trocha, por la irresponsabilidad de funcionarios y diputados, por la falta de
visión de los políticos, por la corrupción galopante y, en fin, porque nada o
muy poco sale bien. Lamentablemente la trocha fronteriza se ha convertido en el
símbolo de todo eso.
No son pocos los que
sienten que este gobierno acabó, y que nada nuevo nos espera por ese lado en lo
que resta del año y en 2013. Sensación a la que contribuye fuertemente el
Partido Liberación Nacional, que en lugar de arremangarse y buscar cómo
ayudarlo a salir del atolladero, está enfrascado en una prematura lucha de
precandidaturas, con la vista puesta en las elecciones de 2014. Un círculo
vicioso que se completará una vez entronizado Rodrigo Arias en la candidatura
presidencial.
Pero también la oposición
es culpable de este clima nacional, porque en sus tiendas no se observa ninguna
señal positiva, indicadora de una alternativa a lo que tenemos. Partidos
divididos y subdivididos, incapaces de comprender las señales de nuestro
tiempo, sin perspectivas reales, enfrascados en estériles luchas por el poder,
no están preparados para presentar una propuesta capaz de movilizar al grueso
del electorado que hoy dice carecer de partido.
Ante esa situación han
salido voces nada despreciables, a sugerir la conformación de una especie de
junta de salvación nacional, que en un cierto plazo ponga orden y concierto en
el gobierno y en el conjunto de instituciones públicas, y que, una vez
concluida su tarea, llame a elecciones para restablecer un régimen democrático
renovado. No dicen nada sobre el procedimiento de integración de la junta,
sobre sus funciones reales, ni sobre las bases del poder que le permitirían
hacer cambios radicales. Porque se trataría de un rompimiento del orden
democrático y del establecimiento de un gobierno de facto que, por más blando
que llegara a serlo, sería ni más ni menos una dictadura.
No se dan cuenta quienes
acarician tal idea, quizás con las mejores intenciones, que de tal experimento
podría salir algo mucho peor que lo que tenemos y con un enorme sufrimiento
social, incluyendo la posibilidad de violencia estatal desatada con su legado
de tortura y muerte. Ninguna dictadura es cosa de juego. Una vez establecida
adquiere su propio perfil, intereses y dinámica, dejando atrás los supuestos
objetivos originales de bienestar general. El camino al infierno está lleno de
buenas intenciones.
Seguramente las personas
que conviven con nosotros, provenientes de países de América Latina que pasaron
por períodos dictatoriales, nos deben mirar con una mezcla de misericordia y
enojo por la insensatez de pensar en tales salidas.
Los problemas de la
democracia solo se resuelven en democracia. Pero por hoy tenemos que parar;
otro día seguiremos con este tema.
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