En la columna anterior
combatimos la idea de que los problemas del país se pueden resolver con un
impasse democrático; es decir, con la suspensión, por un período determinado,
del funcionamiento de las instituciones democráticas y su sustitución por una
especie de junta de salvación nacional. Junto con otras personas hemos señalado
los peligros que entraña jugar a aprendiz de brujo: desatar fuerzas que luego
no se pueden controlar.
No podemos, sin embargo,
mirar hacia otro lado e ignorar los problemas que enfrenta esta añosa
democracia, producto en gran parte del desajuste ocurrido entre el sistema
político y la matriz económica. Desde los años ochenta, con los programas de
estabilización y ajuste estructural, cambió radicalmente el esquema productivo
del país. Desde entonces el sector primario (agricultura, silvicultura y pesca)
ha perdido importancia dentro del conjunto de actividades productivas,
aumentando la del sector manufacturero y, sobre todo, la del sector servicios.
La composición de las exportaciones se diversificó enormemente, se sofisticaron
los esquemas productivos, y se modificaron leyes e instituciones estatales
relacionadas con el comercio exterior.
Estos cambios tuvieron
impactos inmediatos en la composición de la sociedad, que se volvió más
compleja, con nuevos sectores, distribución espacial y desigualdades. Mientras
tanto, nuestras instituciones políticas siguen siendo las mismas que se
diseñaron hacia mediados del siglo pasado, para una sociedad que ya no existe.
Al conjunto de instituciones políticas le pasó lo mismo que al sistema de
carreteras, que no se modernizó a tiempo y que, por tanto, no puede responder
en forma rápida y eficiente a las demandas de hoy. Estamos atascados y de ahí
la desesperación que nos embarga.
El número actual de
diputados no es suficiente para representar una población que en los años
cincuenta del siglo pasado apenas llegó al millón de habitantes y que hoy se ha
multiplicado por cuatro. Pero tampoco el mecanismo empleado para elegirlos goza
de legitimidad social extendida y no cumple con la función de representación.
Las gentes viven con una sensación de alejamiento con la Asamblea Legislativa,
que les hace reaccionar con cólera ante lo que ahí pasa, porque sienten que
tiene relación con sus vidas pero no les es posible influir en la dirección y
alcance de lo que ahí se decide. La relación entre representantes y
representados está rota.
Para empezar, entonces,
hay que discutir sobre los sistemas de elección de diputados, para ver cuál es
el que conviene al país hoy. Por ahora no tenemos respuesta cierta, pero de lo
que sí estamos seguros es que la gente no quiere seguir votando por listas
cerradas y bloqueadas sin ningún filtro. No quiere que las cúpulas partidarias
sigan manejándolas con estrechos criterios de lealtad personal o servidumbre
partidaria. Hay una demanda de participación que no se puede ignorar.
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