No encuentro un calificativo mejor para lo que se hizo en la llamada ruta 1856, en la línea fronteriza con Nicaragua. Primero, por el escandaloso y grosero escamoteo de fondos públicos en unos cuantos meses, precisamente en momentos en que el gobierno alegaba problemas fiscales y buscaba desesperadamente pasar a toda costa la Ley de Solidaridad Tributaria.
Segundo, porque no solo hay corrupción sino también improvisación, chambonada e irresponsabilidad, tanto en lo referente a la construcción de la vía --ni planos se hicieron--, como en el manejo de lo ambiental, precisamente en una zona muy rica en flora y fauna, pero también sumamente frágil por el clima y los tipos de suelo. ¿En dónde quedan ahora las denuncias que el dragado del San Juan estaba afectando los ecosistemas? ¿Y el respeto a la Convención Ramsar sobre la conservación de los humedales de importancia internacional?
Después de leer y escuchar las informaciones de los medios, lo menos que uno puede sentir es indignación, o, quizás mejor dicho: cabreo. ¿Cómo es posible que esto haya pasado y solamente se hubiera reaccionado cuando el daño estaba hecho y era imposible ocultarlo? ¿Qué estaban haciendo las autoridades correspondientes, o para dónde estaban mirando, que no se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo?
No es de recibo ninguna justificación basada en argumentos de tipo seguridad nacional o de índole patriotera. El “peligro” nicaragüense no puede ser esgrimido como excusa por hacer las cosas mal, y menos por no haber establecido los controles necesarios para evitar las substracción de dineros públicos, o su canalización hacia fines muy lejanos de los originales. Todo este asunto del conflicto fronterizo parece que se ha manejado mal desde el principio. ¡A troche y moche, o mejor dicho, a “trocha” y moche!
Pero el problema principal es que no se trata de un caso aislado sino que forma parte de una larga cadena de corrupción, que al parecer crece día a día. Tanto que el Fiscal General manifestó su preocupación por la gran cantidad de casos que manejan los seis fiscales anticorrupción: un promedio de 32 de alta complejidad, por fiscal. Esto es algo que atañe no solamente a la administración Chinchilla; viene de atrás, pero ahora nos ha explotado en la cara.
Creíamos que con el procesamiento y condena de dos expresidentes se había dado una lección que disuadiría a muchos de cometer tropelías con los fondos públicos. Pensábamos que habíamos tocado fondo en este asunto, pero cuan equivocados estábamos. Ahora no sabemos adónde va a parar todo esto.
¿Qué es lo que le ha ocurrido a esta sociedad en las últimas dos o tres décadas que ha provocado un cambio siniestro en la relación de una parte de la ciudadanía con las instituciones del Estado? ¿Será producto de la pérdida de brújula y la decadencia de los partidos? ¿O de la inversión de valores que ha acompañado al consumo desaforado?
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