En una entrevista
aparecida en La Nación del pasado 16 de setiembre, José Merino decía lo
siguiente: “…se ha reducido muchísimo el espacio de la política que yo
considero buena y ese proceso continua”. Su reciente fallecimiento,
lamentablemente, se inscribe dentro de esa reducción, porque, sin duda alguna,
Merino era uno de los pocos representantes de la “buena política” que quedan en
el país.
Para recalcar este
hecho, su fallecimiento ocurre sobre el telón de fondo de múltiples denuncias
sobre corrupción en diferentes niveles de la administración pública, que
apuntan directamente hacia muchos de los personajes masculinos y femeninos de
la política nacional, y a los partidos a los que pertenecen.
La buena política, si
nos atenemos a la trayectoria de Merino, sería aquella que se practica como
ejercicio responsable de participación en la toma decisiones de política
pública, que responde a fines no egoístas. Es decir, que se realiza pensando en
favorecer a colectividades extendidas de personas dentro del territorio
nacional, teniendo presente que no existe algo así como el denominado “bien
común”, sino, irremediablemente, intereses en conflicto que muchas veces no
pueden conciliarse.
Un ejercicio que se
realiza de cara a la ciudadanía, que huye de las componendas, que no rehúye el
debate abierto y la confrontación, pero que tampoco excluye la búsqueda del
consenso y las alianzas, si favorecen la aprobación de medidas que empujen la
transformación social. En fin, una acción política que se hace con norte claro,
que no se oculta ni se disfraza, aceptando los costos que implica el sostener
posiciones y ser consecuente con lo que se predica.
No es el tipo de
política que prevalece en nuestro medio hoy en día. Porque lo que predomina es
la otra, la política mala, mediante la cual se busca el ejercicio del poder con
un norte donde campean ocultos los fines personalistas o de limitados grupos de
interés, donde señorean los arreglos por debajo, los favores económicos, las
zancadillas y el discurso vacío, todo en nombre de un “pueblo” borroso, que
para los fines de la acción política importa poco, salvo como clientelas a las
que hay que sostener para que les favorezcan con sus votos cada cuatro años.
Merino se movió dentro
de la buena política, y, como se acostumbra a decir, se compró el pleito y fue
consecuente con sus ideales a lo largo de su vida. Su voz muchas veces clamaba
en el desierto, pero no por ello desfallecía. Era una voz que intentaba
dinamizar el escaso debate político nacional; una voz que había que escuchar,
independientemente de las posiciones políticas en que uno se situara.
Ha caído. Es otro
árbol que desaparece en la línea del horizonte, aumentando la desolación del
arrasado campo de la política nacional. Pero hay que seguir adelante, porque,
como bien decía Emilia Prieto en un artículo de 1946, “Ser apolítico es como
ser nonato, difunto u orate” (citada por Ruth Cubillo P., 2005).
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