Las
discusiones sobre las finanzas públicas, como lo hemos señalado varias veces,
no rebasan en la mayoría de los casos el nivel de pulpería. Dicho esto con todo
respeto para los propietarios de esos establecimientos, por cierto hoy casi
desaparecidos del territorio nacional o bien reciclados por laboriosos
emigrantes como "minimarkets".
Es
la mala filosofía que solamente se puede gastar lo que se recauda. Si se
incumple con ese precepto inevitablemente caeremos en la bancarrota. Y también
está prohibido cualquier intento de elevación de impuestos, sobre todo al
capital, so pena de asustarlo indebidamente. Se reclama la falta de inversión pública
en servicios esenciales, que se atribuye al elevado gasto gubernamental en salarios, pensiones y demás, y se
insiste en que todo se resolvería con tijeretazos a diestra y siniestra, sin
ton ni son, porque el déficit ha alcanzado niveles inaceptables para la economía
del país.
Por
supuesto que no se hacen distinciones entre gastos e inversiones, y entre
endeudamiento para enfrentar el gasto corriente y el endeudamiento productivo a
mediano y largo plazo. No se discute, además, con base en un programa de
desarrollo nacional, con metas claramente establecidas en educación, salud,
infraestructura vial y modernización de aeropuertos y puertos. Cuando se osa
hablar de reformar la estructura impositiva, abundan los que se paran en la
escoba, haciendo oposición cerrada a
cualquier proyecto que lleve esa intención. O, en el mejor de los casos, se
condiciona la aprobación de iniciativas con esos fines a la disminución del
gasto del gobierno y las instituciones públicas, y al mejoramiento de su
eficiencia.
¿Qué
es lo primero: los impuestos o la transformación de la institucionalidad pública?
¿El huevo o la gallina? Condicionar una cosa a la otra es dar vueltas en círculo;
ambas son igualmente necesarias y se debería avanzar en su logro simultáneamente.
Es cierto que hay un problema de eficiencia en el funcionamiento institucional
y de capacidad de gestión, aun cuando se disponga de recursos, como sucede con
algunos préstamos. Y también hay gasto innecesario; pero igualmente cierto es que muchas instituciones fueron
colocadas en la fila de las posibles privatizaciones y vieron por tanto
cercenados sus recursos. Como aquella ocurrió a medias, se quedaron en una
especie de limbo: cargadas de funcionarios y trabajadores, pero carentes de
presupuesto operativo. Otras vieron crecer sus planillas innecesariamente, por
razones políticas.
En
resumen, gobiernos van y vienen, cada vez con menos recursos para inversión,
postergando una y otra vez las tareas urgentes que el país necesita realizar en
la economía y el bienestar social. Dos intentos de reforma tributaria se han
realizado en lo que va del siglo. Ambos fracasaron porque fueron torpedeados
por quienes se benefician con la situación actual. ¿Por cuánto tiempo más se
podrá impedir una reforma tributaria?
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