lunes, 20 de octubre de 2014

El lenguaje y la mesura

Irse de la lengua es decir lo que no se quería o no se debía exteriorizar en una conversación o en una declaración determinada. Seguramente a ustedes y a mí nos ha sucedido en más de una ocasión. La mayoría de las veces no pasa nada; son errores o deslices no siempre advertidos por las otras personas, pero en otras puede ser el origen de situaciones embarazosas, en el mejor de los casos y, en el peor, de conflictos, distanciamientos y riñas.

Porque al hablar transmitimos ideas, sentimientos, visiones de mundo, percepciones, prejuicios, juicios de valor y muchas otras cosas más. Hablamos no solamente con palabras: los énfasis que ponemos, los gestos que hacemos y, en general, el movimiento del cuerpo, nos ayudan a comunicarnos, aunque también a veces dificultan el entendimiento, porque mientras que con las palabras intentamos decir algo, con el lenguaje corporal podemos estar transmitiendo otras cosas.

Los altos cargos de la administración pública, desde el Presidente hacia abajo, deben tener especial cuidado en lo que dicen, sobre todo cuando les entrevistan formalmente o cuando los periodistas se abalanzan sobre ellos, como ocurre todos los días, a la salida de un acto público o de una reunión específica, para interrogarles sobre lo que se dijo, lo que ocurre en el país o lo que sucede en el terreno internacional.

Muchas veces los agarran fuera de balance y se van de lengua, sin medir el efecto real de sus palabras, los significados que trasmiten, y lo que revelan sobre su personalidad, sus sentimientos y sus creencias más íntimas o las opiniones que hubieran preferido guardarse. Pero otras veces lo que se dice lleva una clara intensión, aun cuando se hable en sentido figurativo. Por supuesto que a veces las limitaciones en el lenguaje, común en políticos y no en pocos comentaristas deportivos, conducen a intentos fallidos de construcción de metáforas, que terminan convirtiéndose en ejercicios ofensivos para terceros.

Pero no nos perdamos, hay calificativos que no pueden aceptarse, vengan de donde vengan. El diputado Solís Fallas tiene derecho a manifestar su disgusto con la forma en que algunos personajes de gobierno se han comportado frente a su díscola conducta en la discusión del presupuesto, incluyendo a compañeros de su fracción; pero calificar de “sicarios” a colaboradores cercanos del Presidente es un exceso en el lenguaje imposible de justificar amparándose en lo figurativo. Un “sicario” es un asesino pagado por alguien que prefiere no ensuciarse las manos; no hay otra interpretación posible. Así que por golpear a unos terminó dándole muy duro al Presidente. ¿Desliz o golpe premeditado? Sólo él lo sabrá.


Mesura en la palabra y, consecuentemente, menos desborde, es lo que la mayoría ciudadana demanda a los viejos y a los nuevos políticos en esta etapa de cambios de nuestra historia. 

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