Irse de la lengua es decir lo que no se
quería o no se debía exteriorizar en una conversación o en una declaración
determinada. Seguramente a ustedes y a mí nos ha sucedido en más de una
ocasión. La mayoría de las veces no pasa nada; son errores o deslices no
siempre advertidos por las otras personas, pero en otras puede ser el origen de
situaciones embarazosas, en el mejor de los casos y, en el peor, de conflictos,
distanciamientos y riñas.
Porque al hablar transmitimos ideas,
sentimientos, visiones de mundo, percepciones, prejuicios, juicios de valor y
muchas otras cosas más. Hablamos no solamente con palabras: los énfasis que
ponemos, los gestos que hacemos y, en general, el movimiento del cuerpo, nos
ayudan a comunicarnos, aunque también a veces dificultan el entendimiento,
porque mientras que con las palabras intentamos decir algo, con el lenguaje
corporal podemos estar transmitiendo otras cosas.
Los altos cargos de la administración
pública, desde el Presidente hacia abajo, deben tener especial cuidado en lo
que dicen, sobre todo cuando les entrevistan formalmente o cuando los
periodistas se abalanzan sobre ellos, como ocurre todos los días, a la salida
de un acto público o de una reunión específica, para interrogarles sobre lo que
se dijo, lo que ocurre en el país o lo que sucede en el terreno internacional.
Muchas veces los agarran fuera de
balance y se van de lengua, sin medir el efecto real de sus palabras, los
significados que trasmiten, y lo que revelan sobre su personalidad, sus
sentimientos y sus creencias más íntimas o las opiniones que hubieran preferido
guardarse. Pero otras veces lo que se dice lleva una clara intensión, aun
cuando se hable en sentido figurativo. Por supuesto que a veces las limitaciones
en el lenguaje, común en políticos y no en pocos comentaristas deportivos,
conducen a intentos fallidos de construcción de metáforas, que terminan
convirtiéndose en ejercicios ofensivos para terceros.
Pero no nos perdamos, hay calificativos
que no pueden aceptarse, vengan de donde vengan. El diputado Solís Fallas tiene
derecho a manifestar su disgusto con la forma en que algunos personajes de
gobierno se han comportado frente a su díscola conducta en la discusión del
presupuesto, incluyendo a compañeros de su fracción; pero calificar de
“sicarios” a colaboradores cercanos del Presidente es un exceso en el lenguaje
imposible de justificar amparándose en lo figurativo. Un “sicario” es un
asesino pagado por alguien que prefiere no ensuciarse las manos; no hay otra
interpretación posible. Así que por golpear a unos terminó dándole muy duro al
Presidente. ¿Desliz o golpe premeditado? Sólo él lo sabrá.
Mesura en la palabra y,
consecuentemente, menos desborde, es lo que la mayoría ciudadana demanda a los
viejos y a los nuevos políticos en esta etapa de cambios de nuestra historia.
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