Invocar el “interés nacional” o la defensa de la soberanía
para justificar el inicio de un conflicto, o para reprimirlo, es moneda de uso
corriente en nuestro país. Seguramente también lo es en muchos más; sin
embargo, en la mayoría de los casos, me atrevo a afirmarlo, se trata de una
especie de máscara detrás de la cual se ocultan intereses privados de diversa
índole. Desde los más nobles hasta los más mezquinos. Así que hay que tener
cuidado antes de tomar partido. En otras palabras: hay que saber separar la
paja del trigo.
En sociedades como la nuestra, atravesadas por múltiples
divisiones y contradicciones, el “interés nacional” tiende a convertirse en una
entelequia, razón por la cual ningún grupo puede atribuirse su representación
en sus luchas particulares, por más justas que sean para los beneficios de sus asociados.
Por supuesto que los ideales y el altruismo también existen; pero la mayoría de
las luchas de sindicatos y de grupos empresariales, para mencionar solamente
dos grupos de interés, nada o poco tienen que ver con el interés general. Es
más, muchas veces van en contra de él.
En una democracia se supone que una amplia deliberación
pública favorece la construcción de un “interés nacional”, pero lograr la unanimidad
de criterios es imposible; siempre existirán posiciones contrarias, a las que
hay que respetar, sin que ello signifique la paralización de la acción pública.
Amplia deliberación y ciudadanía más informada y consciente de lo que se discute
y se juega, son requisitos absolutamente necesarios para acercarse a una
democracia más plena.
En el actual conflicto originado en la concesión dada a la
firma holandesa APM Terminals para operar la Terminal de Contenedores de Limón,
el gobierno y los sindicalistas han invocado abierta o veladamente el “interés
nacional”. Este es un país en donde las empresas públicas han sido
determinantes en el desarrollo económico y social alcanzado. Esa realidad no la
aceptan los defensores a ultranza del mercado, a pesar de que se han
beneficiado de muchas de las condiciones creadas por las empresas públicas en infraestructura,
electricidad, salud y educación, además de las exenciones y otros apoyos.
La concesión de obra no es una solución que me haga gracia; sin
embargo, tengo la impresión que, salvo que se eleven a muy corto plazo los
impuestos a niveles parecidos a los países nórdicos, es imposible solventar los
rezagos que padecemos en infraestructura y transporte, con los limitados
recursos con que cuentan los gobiernos. El quid del asunto es que la
negociación y los controles de lo que se concesiona han estado fallando, originando
discusiones y conflictos innecesarios si las cosas se hubieran hecho bien.
Seguramente el escenario futuro más adecuado a nuestra
realidad sea el de una combinación de empresas públicas eficientes, con
concesiones bien negociadas y con estrictos mecanismos de control. ¿Ustedes que
opinan?